Holanda, Mar del Norte
Islas Frisias Occidentales
Texel, Den Burg 53º 3’N, 4º 48’E
Después de navegar con buen viento habíamos llegado a la
isla de Texel, donde amarramos el velero y bajamos a tierra en el puerto de Den
Burg. Alquilamos unas bicicletas y fuimos hasta el lado occidental de la isla.
Con un poco de suerte, quizás encontraríamos focas.
Esa tarde, vimos tantos pájaros que se nos puso el
corazón alegre. También vimos focas, pero no en libertad, sino en una reserva
biológica donde los holandeses han instalado un hospital para curar a estos
animales cuando son dañados por el hombre.
La isla no tiene apenas árboles, por eso seguramente se
me dispararon los sentidos al atravesar un bosquecillo de hayas. En aquel
momento rodaba sola por el camino, manteniendo cierta distancia con mis
compañeros. Frené secamente, dejé la bici y me aproximé a un grupo de cinco o
seis árboles.
El lugar era sereno, tan sereno que podía escucharse el
silencio de la madera atenta a mi paso. Supe que ellas me observaban, porque
eran Ellas, las hayas las que me habían detenido. Me acerque despacio, toque el
tronco del primer árbol, era suave y liso. Con la certeza de la suavidad en mis
dedos, sentí que había rozado la
intimidad de la espesura.
Me acerque a otra y otra, y sentí simpatía por aquella
que se encontraba al fondo del claro. Me atreví un poco más y puse las manos
sobre ella. Fue como si me llamara dulcemente, entonces acerque mi cuerpo al
suyo y la abracé despacio hasta apoyar mi mejilla en la corteza. Cerré los
ojos. La oía. El haya me dejaba sentirla. Sentí su naturaleza, casi femenina, y
comprendí las cualidades que la
diferenciaban de los otros árboles que yo conocía.
No era la primera vez que me aproximaba así a un ser
vegetal. Conocía ya el rumor de los robles y las encinas, de los pinos y los
enebros, los olivos y las higueras. Pero nunca un haya. Me pareció que ella se
divertía con mi experiencia. Acogedora y cómplice, creí sentirla reír silenciosamente.
Un ruido en el camino me hizo volver a la realidad. Era
Carlos, compañero de la tripulación.
- ¡Carlos ven! He sentido el haya como si me hablara ¡Es
femenina!-
Carlos ni se inmutó, estaba acostumbrado a esta
conversación continua. Se acercó y rozó el árbol.
- Sí, lo es- dijo y me sonrió.
Esa noche la Luna Llena era
majestuosa. Salimos a pasear por encima de los polders. A un lado el mar, al
otro lado las casas del pueblo de Den Burg. Las casas se construyen por debajo
del nivel de las aguas, al amparo del muro de contención del pólder. La hermosa
luz de la Luna iluminaba todo como un gran farol marinero, y Carlos me hablaba
de la esencia de Dios. Pasamos cerca de algunos compañeros, y nos reímos: ¿qué
estarían imaginando al vernos?
Al volver a la taberna
encontramos a todos en plena fiesta, alegres y bebidos de cerveza hasta el
sombrero. Nos unimos a sus risas y a sus bailes.
Quizás por eso, cuando cambió
el viento a nornordeste y el capitán dio orden de partir, todos prometimos volver,
algún día, a esa isla feliz.
Pero mira tu por donde, que
viajaba en el barco una mujer de Málaga, muy alegre y simpática, que cantaba
suavito y bien. Aquel día se me había acercado y me había pedido que le contara
un cuento, un cuento solo para ella.
- Anda Carmencita, hazme un cuento que yo me pueda
acordar de lo bien que nos sentimos cuando esté lejos de aquí ¡Anda,
cuéntamelo!-
Dándole vueltas al deseo, me marché a mi litera y me
dormí.
Y entonces sonó la puerta del camarote y se abrió sin esperar
respuesta.
En el umbral, a la luz suave e imprecisa de la
claraboya, aparecía una silueta. Alta, esbelta y serena se recortaba una mujer
de largos cabellos y actitud tranquila. Poseía una extraña dulzura. Mantenía
los brazos caídos a ambos lados del cuerpo, cubriendo sus hombros una larga
túnica blanca.
Al resplandor de sus ojos, almendrados y azules, como
las aguas del Sur, se alumbró una imperceptible sonrisa.
Me miró largamente, dejándome tiempo para reaccionar.
Pensé que nos conocíamos desde siempre, aunque nunca nos
hubiéramos visto. Sin saber exactamente él por qué, sus rasgos me recordaban a
los míos.
La miré expectante, y entonces, sin mover los labios,
dijo:
- He venido a verte-
- ¿Por qué?-
- Tú me llamaste-
Por un instante me sorprendió la respuesta, pero hasta
en lo más profundo de mí supe que era cierta. Sin conocer el cómo, ni la razón,
era yo quien la llamó a mi lado.
Adivinó mis
pensamientos y sonrió con ellos.
Entonces, como si de espuma se tratara, su rostro y su
figura temblaron en la sombra del pasillo. Al igual que la ola en la playa, se
deshizo a mis pies.
Un olor suave a mar se me quedó en la ropa y, en las
mejillas, la sensación de un beso tierno.
Fue solo entonces cuando supe que el Espíritu del Agua
había tomado forma para impregnar mi pelo y besarme las manos.
Mas tarde, en puerto, alguien que no recuerdo me contó
una extraña leyenda de la Ninfa de las Aguas, aquella que viene a darle forma
a los pensamientos de los hombres,
a los sueños de los niños,
a las reconciliaciones
de los viejos.
Aquella que viene con la marea y con ella, cuando se lo
pides, te lleva.
Después de navegar con buen viento habíamos llegado a la
isla de Texel, donde amarramos el velero y bajamos a tierra en el puerto de Den
Burg. Alquilamos unas bicicletas y fuimos hasta el lado occidental de la isla.
Con un poco de suerte, quizás encontraríamos focas.
Esa tarde, vimos tantos pájaros que se nos puso el
corazón alegre. También vimos focas, pero no en libertad, sino en una reserva
biológica donde los holandeses han instalado un hospital para curar a estos
animales cuando son dañados por el hombre.
La isla no tiene apenas árboles, por eso seguramente se
me dispararon los sentidos al atravesar un bosquecillo de hayas. En aquel
momento rodaba sola por el camino, manteniendo cierta distancia con mis
compañeros. Frené secamente, dejé la bici y me aproximé a un grupo de cinco o
seis árboles.
El lugar era sereno, tan sereno que podía escucharse el
silencio de la madera atenta a mi paso. Supe que ellas me observaban, porque
eran Ellas, las hayas las que me habían detenido. Me acerque despacio, toque el
tronco del primer árbol, era suave y liso. Con la certeza de la suavidad en mis
dedos, sentí que había rozado la
intimidad de la espesura.
Me acerque a otra y otra, y sentí simpatía por aquella
que se encontraba al fondo del claro. Me atreví un poco más y puse las manos
sobre ella. Fue como si me llamara dulcemente, entonces acerque mi cuerpo al
suyo y la abracé despacio hasta apoyar mi mejilla en la corteza. Cerré los
ojos. La oía. El haya me dejaba sentirla. Sentí su naturaleza, casi femenina, y
comprendí las cualidades que la
diferenciaban de los otros árboles que yo conocía.
No era la primera vez que me aproximaba así a un ser
vegetal. Conocía ya el rumor de los robles y las encinas, de los pinos y los
enebros, los olivos y las higueras. Pero nunca un haya. Me pareció que ella se
divertía con mi experiencia. Acogedora y cómplice, creí sentirla reír silenciosamente.
Un ruido en el camino me hizo volver a la realidad. Era
Carlos, compañero de la tripulación.
- ¡Carlos ven! He sentido el haya como si me hablara ¡Es
femenina!-
Carlos ni se inmutó, estaba acostumbrado a esta
conversación continua. Se acercó y rozó el árbol.
- Sí, lo es- dijo y me sonrió.
Esa noche la Luna Llena era
majestuosa. Salimos a pasear por encima de los polders. A un lado el mar, al
otro lado las casas del pueblo de Den Burg. Las casas se construyen por debajo
del nivel de las aguas, al amparo del muro de contención del pólder. La hermosa
luz de la Luna iluminaba todo como un gran farol marinero, y Carlos me hablaba
de la esencia de Dios. Pasamos cerca de algunos compañeros, y nos reímos: ¿qué
estarían imaginando al vernos?
Al volver a la taberna
encontramos a todos en plena fiesta, alegres y bebidos de cerveza hasta el
sombrero. Nos unimos a sus risas y a sus bailes.
Quizás por eso, cuando cambió
el viento a nornordeste y el capitán dio orden de partir, todos prometimos volver,
algún día, a esa isla feliz.
Pero mira tu por donde, que
viajaba en el barco una mujer de Málaga, muy alegre y simpática, que cantaba
suavito y bien. Aquel día se me había acercado y me había pedido que le contara
un cuento, un cuento solo para ella.
- Anda Carmencita, hazme un cuento que yo me pueda
acordar de lo bien que nos sentimos cuando esté lejos de aquí ¡Anda,
cuéntamelo!-
Dándole vueltas al deseo, me marché a mi litera y me
dormí.
Y entonces sonó la puerta del camarote y se abrió sin esperar
respuesta.
En el umbral, a la luz suave e imprecisa de la
claraboya, aparecía una silueta. Alta, esbelta y serena se recortaba una mujer
de largos cabellos y actitud tranquila. Poseía una extraña dulzura. Mantenía
los brazos caídos a ambos lados del cuerpo, cubriendo sus hombros una larga
túnica blanca.
Al resplandor de sus ojos, almendrados y azules, como
las aguas del Sur, se alumbró una imperceptible sonrisa.
Me miró largamente, dejándome tiempo para reaccionar.
Pensé que nos conocíamos desde siempre, aunque nunca nos
hubiéramos visto. Sin saber exactamente él por qué, sus rasgos me recordaban a
los míos.
La miré expectante, y entonces, sin mover los labios,
dijo:
- He venido a verte-
- ¿Por qué?-
- Tú me llamaste-
Por un instante me sorprendió la respuesta, pero hasta
en lo más profundo de mí supe que era cierta. Sin conocer el cómo, ni la razón,
era yo quien la llamó a mi lado.
Adivinó mis
pensamientos y sonrió con ellos.
Entonces, como si de espuma se tratara, su rostro y su
figura temblaron en la sombra del pasillo. Al igual que la ola en la playa, se
deshizo a mis pies.
Un olor suave a mar se me quedó en la ropa y, en las
mejillas, la sensación de un beso tierno.
Fue solo entonces cuando supe que el Espíritu del Agua
había tomado forma para impregnar mi pelo y besarme las manos.
Mas tarde, en puerto, alguien que no recuerdo me contó
una extraña leyenda de la Ninfa de las Aguas, aquella que viene a darle forma
a los pensamientos de los hombres,
a los sueños de los niños,
a las reconciliaciones
de los viejos.
Aquella que viene con la marea y con ella, cuando se lo
pides, te lleva.