domingo, 28 de febrero de 2010

LA ESPUMA, tiempos de Piscis



Holanda, Mar del Norte

Islas Frisias Occidentales
Texel, Den Burg 53º 3’N, 4º 48’E












Después de navegar con buen viento habíamos llegado a la isla de Texel, donde amarramos el velero y bajamos a tierra en el puerto de Den Burg. Alquilamos unas bicicletas y fuimos hasta el lado occidental de la isla. Con un poco de suerte, quizás encontraríamos focas.

Esa tarde, vimos tantos pájaros que se nos puso el corazón alegre. También vimos focas, pero no en libertad, sino en una reserva biológica donde los holandeses han instalado un hospital para curar a estos animales cuando son dañados por el hombre.

La isla no tiene apenas árboles, por eso seguramente se me dispararon los sentidos al atravesar un bosquecillo de hayas. En aquel momento rodaba sola por el camino, manteniendo cierta distancia con mis compañeros. Frené secamente, dejé la bici y me aproximé a un grupo de cinco o seis árboles. 

El lugar era sereno, tan sereno que podía escucharse el silencio de la madera atenta a mi paso. Supe que ellas me observaban, porque eran Ellas, las hayas las que me habían detenido. Me acerque despacio, toque el tronco del primer árbol, era suave y liso. Con la certeza de la suavidad en mis dedos,  sentí que había rozado la intimidad de la espesura.

Me acerque a otra y otra, y sentí simpatía por aquella que se encontraba al fondo del claro. Me atreví un poco más y puse las manos sobre ella. Fue como si me llamara dulcemente, entonces acerque mi cuerpo al suyo y la abracé despacio hasta apoyar mi mejilla en la corteza. Cerré los ojos. La oía. El haya me dejaba sentirla. Sentí su naturaleza, casi femenina, y comprendí las cualidades que la  diferenciaban de los otros árboles que yo conocía.

No era la primera vez que me aproximaba así a un ser vegetal. Conocía ya el rumor de los robles y las encinas, de los pinos y los enebros, los olivos y las higueras. Pero nunca un haya. Me pareció que ella se divertía con mi experiencia. Acogedora y cómplice, creí sentirla reír silenciosamente.

Un ruido en el camino me hizo volver a la realidad. Era Carlos, compañero de la tripulación.

- ¡Carlos ven! He sentido el haya como si me hablara ¡Es femenina!-
Carlos ni se inmutó, estaba acostumbrado a esta conversación continua. Se acercó y rozó el árbol.

- Sí, lo es- dijo y me sonrió.

Esa noche la Luna Llena era majestuosa. Salimos a pasear por encima de los polders. A un lado el mar, al otro lado las casas del pueblo de Den Burg. Las casas se construyen por debajo del nivel de las aguas, al amparo del muro de contención del pólder. La hermosa luz de la Luna iluminaba todo como un gran farol marinero, y Carlos me hablaba de la esencia de Dios. Pasamos cerca de algunos compañeros, y nos reímos: ¿qué estarían imaginando al vernos?

Al volver a la taberna encontramos a todos en plena fiesta, alegres y bebidos de cerveza hasta el sombrero. Nos unimos a sus risas y a sus bailes.

Quizás por eso, cuando cambió el viento a nornordeste y el capitán dio orden de partir, todos prometimos volver, algún día, a esa isla feliz.

Pero mira tu por donde, que viajaba en el barco una mujer de Málaga, muy alegre y simpática, que cantaba suavito y bien. Aquel día se me había acercado y me había pedido que le contara un cuento, un cuento solo para ella.

- Anda Carmencita, hazme un cuento que yo me pueda acordar de lo bien que nos sentimos cuando esté lejos de aquí ¡Anda, cuéntamelo!-

Dándole vueltas al deseo, me marché a mi litera y me dormí.
Y entonces sonó la puerta del camarote y se abrió sin esperar respuesta.
En el umbral, a la luz suave e imprecisa de la claraboya, aparecía una silueta. Alta, esbelta y serena se recortaba una mujer de largos cabellos y actitud tranquila. Poseía una extraña dulzura. Mantenía los brazos caídos a ambos lados del cuerpo, cubriendo sus hombros una larga túnica blanca.

Al resplandor de sus ojos, almendrados y azules, como las aguas del Sur, se alumbró una imperceptible sonrisa.

Me miró largamente, dejándome tiempo para reaccionar.
Pensé que nos conocíamos desde siempre, aunque nunca nos hubiéramos visto. Sin saber exactamente él por qué, sus rasgos me recordaban a los míos.
La miré expectante, y entonces, sin mover los labios, dijo:

- He venido a verte-
- ¿Por qué?-
- Tú me llamaste-

Por un instante me sorprendió la respuesta, pero hasta en lo más profundo de mí supe que era cierta. Sin conocer el cómo, ni la razón, era yo quien la llamó a mi lado.
 Adivinó mis pensamientos y sonrió con ellos.

Entonces, como si de espuma se tratara, su rostro y su figura temblaron en la sombra del pasillo. Al igual que la ola en la playa, se deshizo a mis pies.

Un olor suave a mar se me quedó en la ropa y, en las mejillas, la sensación de un beso tierno.

Fue solo entonces cuando supe que el Espíritu del Agua había tomado forma para impregnar mi pelo y besarme las manos.

Mas tarde, en puerto, alguien que no recuerdo me contó una extraña leyenda de la Ninfa de las Aguas, aquella que viene a darle forma

a los pensamientos de los hombres,
a los sueños de los niños,
a las reconciliaciones de los viejos.

Aquella que viene con la marea y con ella, cuando se lo pides, te lleva.